EL
CHICO DE LA SOMBRILLA
Amílcar
Romero
En el imaginario
popular le instalaron una como la de la ilustración, celestiblanca,
y nunca tuvo nada en las manos. Apenas un clic sobre la imagen y baja
el archivo comprimido en formato .PDF.
Fue el hecho más conmocionante.
Sin intermediaciones mediáticas, sin una sociedad sumergida por demás
de la mitad debajo de la línea de la pobreza, sin el
promocionado flagelo de la inseguridad, el caso Souto puso
a prueba a toda la sociedad argentina. La administración de justicia,
en un tándem casi perfecto de hombres de Tribunales y de la
Policía Federal desguasó a una barra brava completa y sus
ramificaciones en 72 horas, condenó a los culpables, por primera vez
incorporó al legajo de qué se trataba el fenómeno, lo calificó de
manifestación de delincuencia social organizada sin necesidad de
legislaciones especiales, advirtió sobre los alcances, pero nadie
escuchó.
Estadio
Teniente Coronel Médico Tomás A. Ducó, en una tarde a pleno, más o
menos por la época del asesinato ritual de El Chico de la
Sombrilla que nunca tuvo nada en las manos. Si hace clic sobre la foto, tiene instalado el RealAudio
y además se arma de un poquito de paciencia para que se pueda cargar el
archivo de sonido en la memoria de su equipo, va a poder escuchar lo que
bramaba la cabecera oriental comada, aquel domingo 9 de abril
de 1967, en el momento que por abajo a la derecha ingresaba la que iba a ser víctima fatal.
Al entierro, un día de semana, en el Gran
Buenos Aires, con los hombres trabajando a pleno, una multitud
alarmada lo acompañó. Sus compañeros de secundario lo llevaron a
pulso. Las mujeres cortaron todas las flores de sus jardines y le
sembraron el paso. Las madres increparon a viva voz al periodismo
por la pasividad de las autoridades cuando paradojalmente a la misma
hora, en Pompeya, se llevaban al primero y en horas iban a caer
todos los restantes. Las aterraba la impunidad. ¿Qué
representaron aquellas mujeres anticipándose casi una década a otras Madres
que comenzarían a dar vuelta a la plaza? ¿A qué le tenían tanto
miedo?
Juan
José Pizzutti, (a) también Tito, por entonces el DT
de el célebre Equipo de José, y Roberto Perfumo,
(a) El Mariscal, primo político del chico Souto,
justo por la época del hecho. Ambos tuvieron diferentes protagonismos
en aquella trascendente tarde del domingo 9 de abril de 1967,
cuando lo que quedaría en la historia no sería la goleada que le
infligieron al local. Un clic sobre la figura y los minutos
finales de la consagración ese mismo año, en el partido desquite del Centenario
de Montevideo, como primer campeón intercontinental de clubes.
También con RealAudio y un poco de paciencia para cargar el
archivo de sonido.
Pero desde el matutino que había nacido
para estar firme junto al pueblo le pusieron una sombrilla
en la mano. Una con los colores de su club querido y supuestamente
pasado por debajo de la barra enemiga, provocando una irrefenable
erupción pasional. Y, algo había hecho. Pero Souto
nunca tuvo nada en las manos...
Desde el matutino de mayor tiraje, en un
recuadro casi editorial, reclamaron la formación de Brigadas
Especiales, que no respetaran la ley (sic), que actuara
aplican el ojo por ojo, diente por diente, sic, para acabar con
el flagelo. ¿Es muy aventurado creer que ahí ya estaba el borrador de
los Grupos de Tareas que ya están siendo entrenados en los
respectivos liceos militares?
Una reconstrucción minuciosa del
hecho y todas sus circunstancias, el acceso a la causa que sin objetivos
premeditados constituye un verdadero borrador de la sociología de la
violencia futbolera argentina, entrevistas con los sobrevivientes
que aquella tarde estaban junto a Tito, el juez y otros
funcionarios judiciales, los policías, el contrapunteo implacable con
los disparates aparentemente espontáneos con que en especial el periodismo
deportivo volvió a matar una y otra vez a la víctima,
esforzándose al máximo para invisibilizar los alcances y
consecuencias, la visión de Ulises Barrera saliéndole al cruce
al peronista Valentín Suárez, ya converso a la dictadura
militar respectiva y renegado de su pasado estatista para implantar en
el fútbol definitiva y anticipadamente la economía social de
mercado, anunciándole de manera puntual, sin palabras
grandilocuentes, lo que en realidad estaban gestando y se venía.
Un documento imprescindible para
entender por qué se trata del país que todo lo que empieza
deportivo no tarda en devenir político y por qué, aparentemente
después de tanto tiempo transcurrido, la vigencia del caso sigue
intacta mientras a coro, desde diferentes persectivas, el abogado de las
62 Organizaciones Peronistas y Monzer Al Kazar que saca jueces
federales de la merecida siesta de los sábados para que el dichoso
personaje tenga pasaporte argentino de residente permanente, por
un lado, y por el otro, un Mario Vargas Llosa con residencia
efectiva casi permante en Londres tienen sobrados argumentos para
sostener que estamos frente a una nueva civilización, lejos de
la justificación de orígenes humildes y recursos escasos, si no, por
el contrario, sujetos complacientes con los valores vigentes
en el engendro neoliberal y que hay que terminar de implantar sea
como sea, machucando a quien sea necesario machucar, matando a quien sea
necesario aniquilar.
El escudo
definitivo de la vieja y gloriosa Academia. Los colores definitivos
después de tres años de idas y venidas, dimes y diretes, cambios que
fueron del aurinegro original a una totalmente colorada, una reunión de
los grupos originales dispersos y la primer camiseta a cuadros celestes y
rosas, para llegar por fin a las barras celestiblancas. Si tiene
configurado el RealAudio y se cliquea sobre la figura, el relato
del zapatazo del Chango Cárdenas, desde 30 metros, que consagró
al viejo club en el estadio Centenario de Montevideo y que forma
parte de lo más trillado del folclore futbolero.
La
edición electrónica, para los que estén en condiciones de estar
en línea y tener configurado el RealAudio les permite
acceder simultáneamente a estos archivos de sonido ca como
a relatos de partidos y también reportajes a los
protagonistas de entonces, tantos deportistas como los hombres de
la administración de justicia que invinieron.
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